La verdad os hará libres: comportamiento moral cristiano (I)

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Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.

Gn 1, 26-27

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III. ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL COMPORTAMIENTO MORAL CRISTIANO (I)

34. Para ayudar, en alguna medida, a la conciencia moral de los católicos, trataremos ahora algunos puntos que creemos importantes y urgentes para la formación de una recta conciencia ética, sin pretender ofrecer una fundamentación sistemática de la moral cristiana. Esperamos que estas páginas podrán iluminar algunos aspectos de la dimensión moral del hombre y contribuir a que esa dimensión no quede a merced de dictados externos, de exigencias meramente legales o de apreciaciones puramente subjetivas.


Dios, creador y salvador

35. La moral cristiana no comienza planteando al creyente el imperativo categórico de la ley sino apelando a Dios creador y salvador y a su amor por los hombres. Para una visión cristiana, sólo Dios da respuesta cabal a las aspiraciones profundas del hombre. El hombre contemporáneo, como ya hemos dicho, no logrará regenerarse ética y humanamente sin la recuperación de la realidad de Dios y de su significación iluminadora y consumadora de la condición humana.


El hombre, imagen de Dios

36. El hombre ha sido creado a «imagen de Dios» (Cfr. Gn 1, 26-27). Es esta la clave más profunda de la moral cristiana. Todo hombre es querido y afirmado por Dios de una manera única y personal «el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma» (GS n. 23). De su condición de «imagen de Dios» brota la raíz de su dignidad como hombre y del respeto que se le debe. Hecho a semejanza de su Creador, el hombre vive ante su Señor como un sujeto personal llamado por El para que le conozca y le ame: este es su fin último; el comportamiento moral del hombre ha de orientarse hacia esa meta.

Pero, además, el hombre se asemeja a Dios principalmente porque «el Creador lo hizo según el modelo de su Hijo Jesucristo, que es la verdadera y original imagen de Dios, por quien Dios Padre ha creado todas las cosas… Jesucristo es, efectivamente, el corazón y el centro, el principio y el fin del designio amoroso de Dios sobre el hombre y la creación» (Cat. lll. pág. 120-121) y, por lo tanto, el principio originario y Ia norma suprema de toda conducta humana.

Dios mismo ha dado al hombre la misión de representarle en medio del mundo, haciéndole cooperador suyo en la trasmisión y defensa de la vida y en la protección y progreso de la creación y constituyéndole intérprete inteligente de su plan creador (cfr. Gn 1,28-30). Esta condición del hombre implica su respuesta libre a la interpelación que le viene de Dios. Aquí radica que el hombre sea constitutivamente responsable, porque para serlo ha de responder ante Dios de sí mismo, de su relación con los otros y con el mundo. La incomparable dignidad del hombre culmina en el hecho de haber sido invitado a ser interlocutor responsable del mismo Dios y, consiguientemente, a entrar en comunión de vida y amor con El y con los demás.

En esto radica, en último término, la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales. No se podría reivindicar suficientemente que estos derechos son inviolables si no estuvieran fundados en la condición humana de «imagen de Dios», participación de lo absoluto de Dios por parte del hombre. La necesidad y respeto de estos derechos se fundamenta, en último término, en Dios y no en simples convenciones y consensos sociales. En realidad la violación de esos derechos supone siempre despojar al hombre de su derecho a estar y vivir bajo la protección de su Creador.

La vocación del hombre, además, es vivir en comunión con Dios y con los hombres. Por ser «imagen de Dios», el hombre es portador de una dimensión social que le vincula a sus semejantes; no puede vivir ni desarrollar sus facultades sino en el contexto de las relaciones interpersonales y sociales.


La verdad

37. La realización del hombre, ciertamente, debe apoyarse en convicciones verdaderas pues, por su condición de «imagen de Dios», el hombre está llamado a realizarse en la verdad. Fuera de la verdad, la existencia humana acaba oscureciéndose y casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede llegar a falsearse a sí mismo y su vida prefiriendo el mal al bien. Sin la verdad, el hombre se mueve en el vacío, su existencia se convierte en una aventura desorientada y su emplazamiento en el mundo resulta inviable. En la situación cultural contemporánea, es necesario, ante todo, recordar y proclamar estas afirmaciones.

Hay que afirmar particularmente que el hombre, aun en medio de oscuridades, tiene capacidad para penetrar con auténtica certeza la racionalidad que la sabiduría divina ha marcado en el mismo hombre y en el entorno en que éste se mueve. Por su inteligencia, reflejo de la luz de la mente divina, puede descubrir en sí mismo y en el «lenguaje de la creación» la voz y manifestación de Dios (GS n. 22 Cfr. Ib idem 14 y 15), llegando a formarse juicios de valor universal sobre sí mismo, sobre las normas de conducta y su última meta. Gracias a su participación en la verdad de Dios, adquiere el hombre certezas que reclaman de él su adhesión total. Negar que la verdad existe y se hace perceptible para el hombre equivale a sustraer a sus opciones libres toda orientación razonable.

Porque existe la verdad y porque el ser humano está hecho para encontrarla en libertad responsable es posible igualmente asentar la vida personal y colectiva en un conjunto de certezas sobre el ser y el sentido de la vida y actuar del hombre. Al cristiano le es inherente, como a cualquier otro, la condición itinerante. No tiene un plano topográficamente exacto del terreno, pero cuenta con una brújula que orienta su itinerario y le ayuda a elegir en las encrucijadas. Los cristianos con esperanzada certidumbre, caminan en la verdad (cfr. 3 Jn,4) hacia el término de su peregrinación, a la vez que comparten con sus prójimos las inseguridades de la historia y los riesgos y oscuridades del destino común de la humanidad.


La libertad y la responsabilidad

38. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre la verdad y la libertad. El hombre es un ser inexorablemente moral por el carácter libre de su persona. Pero estar en la verdad es un requisito imprescindible para que la actuación humana sea verdaderamente libre.

La libertad, ante todo, se fundamenta en la condición del hombre de ser «imagen de Dios» (Cfr. GS n. 17). En efecto, Dios libre en su acción creadora, creó al hombre libre, esto es, capaz de decidir por sí mismo y dueño, por lo tanto, de sus actos. En esto se diferencia de las demás criaturas terrestres. Su vida no le es dada de una vez para siempre y acabada; su vida es un quehacer, un proyecto que tiene que realizar. Por el ejercicio de su libertad «el hombre es causa de sí mismo» (Tomás de Aquino, Suma Teológica l-ll, prólogo X), pero el ser «causa de sí mismo» le viene de ser creado por Dios y referido a El, de quien es «imagen».

Para hacer realidad su vida, el hombre tiene que elegir, entre varios proyectos, su meta y su camino. En esto estriba una de sus mayores grandezas. Pero también reside ahí el mayor riesgo que el hombre ha de correr pues no se puede decir que el hombre es libre sólo porque puede tomar decisiones por sí y ante sí: «si bastase que una acción fuese buena, justa y recta por el solo hecho de haber sido decidida libremente por el hombre, habría que alabar y justificar muchos actos de violencia y crímenes que proceden de decisiones libres del hombre» (Cat. lll, pág. 288). El hombre es plenamente libre cuando elige lo que es bueno para sí mismo y para los demás, lo justo lo verdadero, lo que agrada a Dios (Cfr. Rom. 12,2; Flp 4,8); pero puede también escoger bienes aparentes o falsos y optar contra sí mismo eligiendo el mal, lo que le daña. Pues «no alcanzan a Dios nuestras ofensas más que en la medida en que obramos contra nuestro propio bien humano» (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles 3, Cap. 122). La auténtica libertad se ejerce, por tanto, en la fidelidad comprometida por la propia opción en el servicio desinteresado al bien de los demás: «habéis sido llamados a la libertad;…servíos por amor los unos a los otros» (Gál 5,13; Cfr. RH n. 21).

En el ejercicio de su libertad, el hombre no puede desligarse de referencias objetivas, compromisos y responsabilidades, de tal manera que su actuación no se puede disociar de los imperativos y exigencias que, para bien suyo, han sido inscritos por Dios en sí mismo ser personal, en la naturaleza de sus actos y en las demás realidades de la creación. La libertad humana es, pues, falible y limitada. La libertad limita, en último término, con aquellas inclinaciones y aspiraciones más profundas de la propia naturaleza humana en las que se puede descubrir la invitación del Creador a actuar tendiendo al bien.

Es necesario, en consecuencia, aquilatar continuamente la libertad para que pueda actuar responsablemente y acertar al tomar sus decisiones: «la responsabilidad del hombre ante Dios por sus actos le obliga a amar apasionadamente la verdad y buscarla sin tregua; a distinguir entre lo falso, lo aparente, lo que interesa y lo verdadero; a someter sus caprichos, arbitrariedades y tendencias a una disciplina libremente asumida; a contrastar en la realidad y en la acción sus fantasías y deseos; a aprender siempre en el sufrimiento y a vivir siempre en un horizonte de esperanza» (Cat. lll, pág. 288).


La conciencia moral

39. El carácter inexorablemente moral del hombre, exige establecer su auténtica relación con la verdad y la libertad y aun la misma relación entre ambas. Esta relación tiene lugar en el campo de la conciencia moral, es decir, en la facultad, arraigada en el ser del hombre, que le dicta a éste lo que es bueno y malo, le incita a hacer el bien y a evitar el mal y juzga la rectitud o malicia de sus acciones u omisiones después que las ha llevado a cabo.

Desde sus orígenes, los hombres han visto en la conciencia la voz del mismo Dios y en ella, a su vez, la norma que están llamados a seguir. En efecto, «en lo más profundo de su conciencia advierte el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, cuya voz resuena, cuando llega el caso, en los oídos de su corazón… La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (GS n. 16).

Por ser la voz de Dios en el hombre, la conciencia es una instancia inviolable a la que ninguna instancia humana superior puede oponerse. Este principio es fundamental para la ética cristiana, siempre que sea bien entendido. La voz de la conciencia, ciertamente, no puede ser asumida en solitario, sin referencia alguna a instancias objetivas. Necesita confrontarse con las convicciones básicas y comunes en las que convergen las más nobles tradiciones morales de la humanidad. Pero no basta que los dictámenes de la conciencia se remitan a los resultados de la experiencia humana y a las pautas de conducta consagrada por los mejores exponentes de la humanidad moral y religiosa si a la conciencia se le destituye de su último y absoluto fundamento, es decir, de la referencia a Dios, creador y árbitro supremo del actuar humano. Sólo el respeto a estas referencias garantizan la autenticidad de la conciencia del individuo.

En consecuencia, no se puede confundir la conciencia con la subjetividad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. La conciencia está expuesta a su propio falseamiento: a no reconocer lo que Dios realmente le transmite y a tener por bueno lo que es malo; y puede deformarse, hasta el punto de no emitir apenas juicios de valor sobre el comportamiento del hombre.

Es cierto que, en ocasiones, la conciencia, aun equivocadamente por ignorancia invencible, por condicionamientos psicosociales o por causas patológicas, se impone como instancia ineludible de la conducta humana. En ese caso, la conciencia es inviolable: el hombre tiene obligación de seguirla sin que se le pueda forzar a actuar contra ella ni impedir que obre de acuerdo con ella, a no ser que se viole un derecho fundamental e inalienable de un tercero (Cfr. DH, n. 3). Pero no pueden apelar a su conciencia subjetiva quienes no se preocupan por buscar la verdad y comportarse en su vida responsablemente. En estos casos, por la costumbre de desoír y aun rechazar la voz de Dios en su interior, la conciencia se ciega y debilita incluso hasta encerrarse en el silencio.

La conciencia, por si misma, no es, por tanto, un oráculo infalible. Tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance gradualmente en la búsqueda de la verdad y en la progresiva integración e interiorización de valores y normas morales. A lo largo de este proceso de crecimiento, la conciencia descubre, cada vez con mayor certidumbre, el proyecto de Dios sobre el propio hombre y la realidad de normas de conducta valederas por si mismas que, ahincadas en la naturaleza humana, son ley para el mismo hombre. La conciencia y la norma, entonces, son restituidas a su justa y mutua relación, pues se ve, cuando eso ocurre, que la conciencia está naturalmente religada a la creación de Dios y, a través de ella, a Dios creador. En efecto, todos los hombres llevan escrito en su corazón el contenido de la ley cuando la conciencia aporta su testimonio con sus juicios contrapuestos que condenan o dan su aprobación (Cfr. Rom 2,15).

La fidelidad a la conciencia, rectamente formada, es el punto de partida y el lugar de encuentro donde los católicos y sus conciudadanos pueden ahondar en la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que afectan hoy día a los individuos y a la colectividad. Los católicos pueden contribuir eficazmente a la ordenación moral de la sociedad, gracias a su convencimiento de que «los grandes valores éticos que constituyen nuestro patrimonio histórico, aun estando enraizados en el corazón de la humanidad, han sido clarificados y fortalecidos por la fe cristiana» (CVP, n. 70).


Las normas morales

40. Nos hemos referido más arriba al frecuente rechazo de toda normativa ética que hoy detectamos en nuestra sociedad. Sin duda, esa actitud es comprensible, en algunos casos, como reacción espontánea a una presentación del mensaje moral de la Iglesia, hecha desde una visión demasiado legalista. En tiempos todavía próximos a los nuestros, la ley de Dios pudo ser interpretada por algunos como algo escrito en tablas de piedra, amenazador para el hombre y exterior a él. La Ley de Dios se nos muestra, por el contrario, en la Biblia como una realidad viva, metida por Dios en el pecho de los hombres e inscrita en sus corazones (Cfr. Rom. 2,15).

Dios creador, que puso en el interior del hombre la inclinación al bien y el rechazo al mal, desde el principio, dio a la conciencia humana su ley, «cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo» (GS, n. 16). El hombre despliega su propia historia «sobre la base de la naturaleza que ha recibido de Dios y con el cumplimiento libre de los fines a los que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia divina» (LC, n. 30). Consecuentemente, la realidad creada constituye para el hombre una fuente e instancia de moralidad: en ella puede el hombre leer el mensaje cifrado de su ser y su actuar.

Esta regulación originaria de su naturaleza, por el hecho de que revela el designio de Dios creador, no limita ni cohíbe las virtualidades creadoras y libres del hombre sino que más bien las posibilita. El orden moral, inscrito en él, no es, en modo alguno, algo mortificante para el hombre; responde, al contrario, a sus aspiraciones más hondas y está al servicio de la plenitud de su persona y de su felicidad. Nada más aberrante ni destructivo que disociar la persona humana de la complejidad y riqueza de sus inclinaciones y fuerzas naturales. Los ensayos y manipulaciones, tan ambiguos, que el hombre contemporáneo ha comenzado a hacer con su cuerpo no son sino una muestra de adonde conduce la quiebra de su unidad psico-orgánica y espiritual. El hombre, al contrario, recupera su grandeza cuando advierte en sí mismo y en toda la realidad creada una racionalidad que no es creación o invención suya sino la huella e imagen viviente de la sabiduría de que Dios ha usado al crear todas las cosas.

La experiencia acumulada en la historia de la humanidad pone de manifiesto los esfuerzos de muchos hombres que, atentos a la voz de Dios, latente en los dictados de su conciencia y al mensaje moral de la creación, han llegado a descubrir y establecer normas y leyes para proteger y desarrollar la vida, defender la dignidad humana y crear lazos de justicia y de paz entre los hombres (Cfr. Cat. lll, pág. 291). Estas normas y leyes, en las que Dios sembró, desde siempre, semillas de verdad y de bien, han alcanzado su cumplimiento en la revelación histórica de Dios y, de modo particular, en Jesucristo. La revelación histórica de la Ley de Dios fue necesaria, además, para que todos los hombres pudiesen conocer de un modo cierto, fácil, sin error e íntegramente la voluntad divina que tuvo que proteger su creación y, en particular, al hombre y su alianza con Dios de caer en el caos a causa del pecado (Cfr. DS 3004-3005; DV, n.6). Pero esta revelación definitiva, al curar y llenar de sentido y de vida los empeños éticos de la humanidad, no entró en este campo como en una realidad extraña (Cfr. CVP, n. 46).

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«La verdad os hará libres» (Jn 8, 32)

Madrid, 20 de noviembre de 1990

INSTRUCCIÓN PASTORAL de la Conferencia Episcopal Española

sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad


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