El rosario de un mártir

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El jesuita P. Juan Ogilvia, padeció duros tormentos y la muerte misma por la fe de cristo, en Glasgow, el día 10 de marzo de 1615.

El crimen de que se le acusó, y por el cual fue condenado, consistía en haber enseñado públicamente la doctrina de la Iglesia que establece la diferencia entre los dos poderes, civil y religioso, y que la autoridad espiritual corresponde al Papa, puesto por Dios para gobernar las almas, y no al rey, que a la sazón era Jacobo I de Inglaterra.

Caminando hacia el cadalso, se le acercó un pastor protestante que le dirigió la palabra, dándole a entender con apacibles maneras la gran compasión que inspiraba su desgraciada suerte.

El P. Ogilvia, simulando tener algún miedo, le contestó en voz baja:

—Si dependiese de mí el morir o no morir… nada puedo hacer ya en el trance en que me veo. Me han declarado reo de alta traición y no tengo más remedio que morir.

—Traición, traición… —dijo el protestante; creed, no hay nada de eso; lo que habéis de hacer es abjurar del Papismo y todo se os perdonará y aun os colmarán de favores.

—¿Os burláis de mí? —dijo el Padre.

—No —replicó el pastor; —os hablo formalmente y en nombre de nuestro arzobispo, que me ha encargado os dijera que, si os pasabais a nuestra iglesia, os daría una buena prebenda.

En esto habían ya llegado al lugar del suplicio, el protestante le importunaba a que mirase por sí, pues tan fácil le era salvarse de la muerte; el jesuita le respondía que de buena gana vendría en ello, si así pudiese salvar también su honra.

—Pero ya os he dicho —decía el hereje— que seréis luego colmado de honores.

—Pues, entonces, decid en alta voz a los que están aquí presentes a este lúgubre espectáculo lo que me acabáis de decir en particular.

—No hay inconveniente; lo haré con gusto.

El jesuita, de pie sobre el cadalso, tendiendo su mano hacia la muchedumbre que en torno se rebullía, impuso silencio; callaron todos, y dijo el Padre en voz alta:

—Señores: escuchad la proposición que me hacen.

Y el ministro protestante dijo también en voz alta y con gran solemnidad:

—Prometo, en nombre de nuestro arzobispo, al doctor Ogilvia, que, si quiere y se resuelve a ser de los nuestros, obtendrá en galardón una rica prebenda.

—¿Lo oís todos —dijo el Padre— y estáis prontos a dar de ello fe cuando fuere necesario?

—Sí, lo hemos oído —clamó la multidud— y daremos testimonio. Bajad, Ogilvia, bajad de ese patíbulo.

Los católicos allí presentes se estremecieron de horror; los herejes batían palmas de triunfo, gozosos por la adquisición para su secta de un hombre tan señalado en saber y elocuencia.

—Entonces —replicó el P. Ogilvia— ¿ya no seré acusado de traición, ya no seré perseguido por traidor al rey?

—No, no; gritaron de todas partes.

—De manera que si estoy en este infame lugar, ¿es solo por defender la religión católica, y que mi único crimen es haber defendido la fe romana?

—Sí, si —exclamaron llenos de alegría. En tanto los católicos, con la cabeza baja, avergonzados y confusos, se disponían para retirarse por no ver la escena que temían.

El P. Ogilvia, con voz más fuerte, resplandeciente de júbilo, dijo en medio de un profundo silencio:

—He conseguido más de lo que deseaba: sólo muero por mi religión, por mi fe solamente, que por ella daría mil vidas, si mil vidas tuviera; la única que tengo tomadla y arrancádmela, pero no me arrancaréis mi religión católica, que es la única verdadera.

Al oír estas palabras, los católicos aplaudieron rebosando de alegría y satisfacción, los protestantes rugieron de cólera; el pastor, corrido y confuso, dio orden al verdugo que cumpliese al punto su oficio.

El ilustre confesor de la fe católica se mantuvo suavemente sereno y apacible. En sus labios florecía una dulce y avasalladora sonrisa; los ojos los tenía vueltos al cielo. La encantadora tranquilidad de su espíritu no era menor que la invencible fortaleza de su alma.

El ejecutor pidió perdón al mártir, y éste le abrazó; antes de atarle las manos, arrojó el P. Ogilvia sus rosarios al pueblo, y fueron a dar en medio del pecho a un joven calvinista que viajaba entonces por Escocia, el barón Juan de Ekersdorff, que fue después gobernador de Tréveris y amigo íntimo del archiduque Leopoldo, hermano de Fernando III.

Ya muy anciano, dijo lo siguiente al P. Boleslao Balbino, de la Compañía de Jesús:

—Cuando la ejecución del P. Ogilvia, sus rosarios me dieron en el pecho, y hubiera podido cogerlos si la impetuosidad de los católicos, que me los arrancaron a viva fuerza, me lo hubiera permitido. No pensaba entonces cambiar de religión; pero aquellos rosarios me habían herido el corazón, y desde aquel momento no hallé reposo ni tuve paz. Perturbada mi conciencia, me decía: «¿Por qué los rosarios del P. Ogilvia cayeron sobre mí y no sobre otra persona?». Y esta idea, durante muchos años no me abandonó un solo momento, y me hice católico. Atribuyo mi conversión a estos rosarios, que compraría a cualquier precio, y que por nada cedería si llegasen a mis manos.

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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios. II Parte: Historia, n.º 10»

Historias para amar, páginas 32-34


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