Catequesis sobre la familia: Asunción de la unidad en la diversidad: masculinidad y feminidad

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El Papa, tanto en la carta Mulieris Dignitatem, como en la teología del cuerpo, acentúa la urgencia de recuperar la masculinidad y la feminidad: puesto que Dios creó al hombre a su imagen: varón y hembra los creo.

En la estructura sexual diferenciada está inscrita, pues, la llamada a la comunión, a la formación de la familia, un amor fecundo: sacramento visible de la Santísima Trinidad.

Pero, para que un matrimonio sea verdadero, y pueda constituir la base de una autentica educación de los hijos, está llamado a asumir la unidad: («Por eso el hombre dejará la casa de su padre y de su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne») en el respeto de la dualidad, o de la diversidad sexual, la masculinidad y la feminidad. Una autentica unión y armonía conyugal depende, casi al cien por cien de esta asunción y este respeto. La repercusión sobre los hijos y sobre su educación depende fundamentalmente de la armonía, del amor de la mujer y del marido: amor en la libertad de ser cada uno sí mismo.

El amor excluye todo tipo de sumisión, según la cual la mujer llegaría a ser sierva o esclava del marido, objeto de sumisión unilateral.

El amor permite que también el marido esté al mismo tiempo sometido a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo, así como la mujer a su marido. La comunidad que ellos deben constituir con motivo del matrimonio se realiza a través de una recíproca donación, que es también una sumisión mutua. Cristo es la fuente y al mismo tiempo el modelo de tal sumisión que, siendo mutua «en el temor de Cristo», confiere a la unión conyugal un carácter profundo y maduro.

La categoría de la lucha de clases introducida por Marx, que contrapone los dueños a los obreros, según decía el Papa León XIII, es una categoría falsa, que no tiene en cuenta la realidad de la diversidad de dones que Dios da a los unos y a los otros, no para luchar uno contra el otro, sino para complementarse, para ayudarse recíprocamente [21].

Esta categoría ha entrado también en la relación de los dos sexos: el sentido de lucha por la afirmación de sus propios derechos. Aunque empezó empujada por algunos aspectos verdaderos, ha llevado a una contraposición de los sexos cada vez más acentuada, y la lucha por los justos derechos se ha convertido en una lucha exasperada para la igualdad de derechos, que no tiene en cuenta la diversidad inscrita por el mismo Dios en la naturaleza del hombre y la mujer.

Pero, así como por la lucha de clases, también en la lucha por los derechos de los sexos, a la luz de la Revelación, sabemos que la verdadera causa del conflicto radica en el pecado. El pecado es lo que divide y contrapone, no solo a los sexos, sino también el hombre al hombre, la mujer a la mujer, y los pueblos entre sí.

Jesucristo vino a abatir el muro de separación, la enemistad, y a hacer de los dos un solo pueblo.


El pecado es lo que divide y contrapone

Es importante tener siempre presente esta verdad para saber deshacer las trampas «los engaños del demonio», que siempre nos engaña con sofismas, en apariencia racionales y buenos y que, sin embargo, por los frutos de muerte, se reconocen que provienen del mismo demonio.


El sentido del «Debitum Coniugale» [22]: importancia de la relación conyugal.

En el contexto de las Catequesis sobre la teología del cuerpo, Juan Pablo II insiste sobre el valor sacramental del acto conyugal:

Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer (1 Cor 7, 3-4).

Lo que un tiempo se presentaba como el «Debitum Coniugale», es decir, la actuación del mandato que el cuerpo de la mujer pertenece al marido y viceversa, y que ha llevado a menudo en el pasado a abusos, sobre todo por parte del hombre sobre la mujer, y por consiguiente a una visión a menudo del acto conyugal por parte de la mujer, como un mal que había que soportar y en lo posible evitar, subrayaba por otra parte la indicación de la Iglesia que para una serena vida matrimonial es importante el acto conyugal.

Ciertamente, también gracias a algunas conquistas del movimiento feminista, percibidas por la Iglesia, pero sobre todo en las enseñanzas del Papa Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo, en una visión personalista hoy, justamente se subraya que el acto conyugal ha de realizarse siempre de común acuerdo, en el respeto de la libertad del otro. Tanto es así que el Papa llega a hablar de adulterio del corazón cuando el marido mira a la mujer corno si se tratará de un objeto de placer y no como una persona.

Aun no habiendo leyes ni disposiciones explícitas sobre la cuestión por parte de la Iglesia, cuando San Pablo invita a los esposos a abstenerse del acto conyugal, de común acuerdo y temporalmente para dedicarse a la oración; deja entrever que eso acontezca, precisamente, en un lapso de tiempo breve y después volver juntos para no caer en las tentaciones de Satanás.

«No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia» (1 Cor 7, 5).

En efecto, los esposos encuentran normalmente en el acto conyugal la gracia que los une y les ayuda a superar las dificultades de su vida en común y la vida familiar.

Una pareja no puede quedarse tranquila si se abstiene del acto conyugal durante mucho tiempo, sin que tercien causas verdaderamente graves. Esta es una alarma que conmina a profundizar en las causas de esta falta grave contra el matrimonio para intentar remediarlo. A veces sucede que unas mujeres, por falta de educación sexual, o por traumas de la infancia, o por el comportamiento tal vez violento del marido, se cierra al acto conyugal y se abstiene durante años, sin ningún remordimiento de conciencia, sin saber que está faltando gravemente contra el sacramento del matrimonio, falta de amor al marido y lo sitúa en ocasión de pecado.

No vale decir «estoy en crisis, luego no tengo relaciones», cuando justamente la unión conyugal ha sido instituida para ayudar a la pareja a superar las dificultades, en una comunión y donación mutua cada vez más profunda, fortificada por la presencia del Espíritu Santo.

La relación conyugal ayuda a la pareja a unirse también cuando no puede tener más hijos.

Por estos motivos la Iglesia enseña que la relación conyugal ayuda a la pareja a unirse también cuando no puede tener más hijos. Acabó una época, pero comienza otra, la de la educación de los hijos, de su colocación, de los nietos, de la enfermedad y después de la muerte. Acontecimientos todos que exigen a la pareja que esté profundamente unida en el Señor, para sostenerse recíprocamente. En la fe y en el amor mutuo.


Amor en la libertad

Además de la recuperación de su propia masculinidad y feminidad en el respeto de la diversidad del otro, el Camino ayuda a los esposos a sincerarse poco a poco, a hacerlos más libres para manifestarse por lo que son, y el Señor va solidificando el vínculo del amor en la sinceridad y en la libertad.

En el Camino muchas parejas redescubren una nueva libertad de relación; muchas mujeres antes sometidas por temor, por miedo, o por chantajes afectivos por el marido, empiezan a sentirse más ellas mismas, más libres, a lo mejor discuten más, dicen lo que piensan, buscan más la gloria de Dios que la de los hombres, nace un verdadero amor en el Señor, donde cabe la posibilidad de ser sí mismas, de amarse en la libertad, donde cabe la posibilidad —por la participación en el Espíritu de Jesucristo— de perdonarse, de amarse en el respeto de la diversidad; respeto mutuo y amor sincero también en las relaciones sexuales.

Este descubrimiento que es fruto del camino de fe, de una fe más adulta, de una participación cada vez más plena y viva en la vida divina, en el seno de la pequeña comunidad, es la mejor herencia que podemos transmitir a nuestros hijos; un testimonio que podemos ofrecer a las nuevas generaciones del hecho de que en Cristo, en la Iglesia, es posible el amor auténtico, que crece en la libertad y en el amor, en el respeto mutuo, en el espíritu del Señor, tanto en el matrimonio y en la familia cristiana, como en la comunidad cristiana.


Amor en el respeto por la diversidad

Es falso pensar que la comunión equivale a una igualdad de puntos de vista.

Aquí también hay que evitar el peligro de idealizar el matrimonio como correspondencia e igualdad de puntos de vista, de gustos, de maneras de ser: la tensión entre varón y fémina, entre una manera de ver más racional y una más intuitiva y a veces más realista, ha sido querida por Dios misma.

La comunión nace del Espíritu Santo en nosotros, que nos deja ver en nosotros el amor de Dios, el totalmente Otro de nosotros.

La alteridad, sobre todo de Dios pero también del sexo distinto al nuestro, es una ayuda, es una gracia, porque nos invita a la humildad, a reconocer nuestras limitaciones, ¡qué no somos Dios! Esta diversidad alma el uno con el otro, se convierte en un ejercicio de amor cristiano auténtico día tras día.

Es sobre todo en este punto que el demonio tiene un campo de juego fácil dentro de la relación entre hombre y mujer, entre esposo y esposa, entre padre y madre: es aquí que se insinúa el juicio hacía el otro que no piensa como yo, que no comparte mi punto de vista, que me juzga, que me exige…. de ahí la cerrazón en sí mismos, en no hablarse durante muchos días y semanas, la tentación de hacerse la víctima, del llorar sobre sí mismos acusando constantemente al otro como causa de su propio sufrimiento e infelicidad.

Juicios y aptitudes que inevitablemente repercuten en las relaciones sexuales y cuyas consecuencias recaen sobre los hijos.

El amor auténtico, el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, respeta nuestra libertad, y nos ama en nuestra diversidad, en nuestra necedad, en nuestros pecados y nos renueva constantemente con el perdón. El amor conyugal para ser auténtico está llamado a renovarse cada día, en el vivir cotidiano de la conversión del uno hacía el otro, y en el otro al totalmente otro, a Dios.

Para confirmar lo que he dicho antes, traigo aquí un texto sacado del libro: La reciprocità uomo-donna, que ya hemos citado en una nota a pie de página, que recoge textos de varios autores católicos, algunos de cuales muy bien argumentados, por si alguien quisiera profundizar en estos temas [23].

«No está bien demonizar el conflicto, considerándolo una prerrogativa de parejas incapaces y fracasadas». Según ha afirmado el psiquiatra René Sitz: «una existencia sin conflicto es la existencia de un avaricioso».

También una vida de pareja sin conflictos es una utopía peligrosa, ligada al sueño de un pacifismo que de hecho existe solo en las proclamaciones de los así llamados universales. Sería como cerrar los ojos a la alteridad del otro o, peor aún, quererla eliminar, porque asusta y molesta. Una relación constantemente e irónicamente reconciliada haría pensar en la incapacidad de confrontarse y de gastarse por el otro, a una adhesión acrítica e infantil de una parte a la otra, a una fusión indistinta, a una parálisis de la creatividad.

El conflicto llama a la persona a su soledad ontológica, en sentido de su ser no complementario, no dependiente del otro, sino autónomamente fundado en Dios. Hay acontecimientos y responsabilidades que cada uno debe afrontar él solo, sin poder apoyarse en otros (cuando se muere, se muere solo). Esta soledad ontológica garantiza a la pareja la fecundidad de una relación que no es fusión en la confusión, apoyo reciproco por la incapacidad de estar solos de pie, sino una continua aportación de nuevas energías que cada uno personalmente introduce en la comunicación.

Para el matrimonio creyente, el conflicto puede ser una llamada al diálogo profundo con Dios, a que el Dios celoso que de vez en cuando reafirma el primado del diálogo del alma con su creador, para asirla a sí mismo y hacerla de nuevo fecunda [24].

Cuando los papeles del padre y de la madre se invierten, se crean graves problemas en los hijos. Se forman mujeres masculinizadas, y hombres débiles y afeminados.

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Notas

[21] «En la presente cuestión, el escándalo mayor es este: suponer una clase social como enemiga natural de la otra; como si la naturaleza hubiese hecho s los ricos y a los proletarios para entablar entre si un duelo implacable; algo que es tan contrario a la razón y a la verdad Sin embargo está clarísimo que, como en el cuerpo humano varios miembros son compatibles juntos y forman aquel armónico temperamento que se llama simetría, así la naturaleza quiso que en el consorcio civil se armonizaran entre ellas las dos clases, y de eso resultase el equilibrio. La una tiene necesidad absoluta de la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia permite la belleza y el orden de las cosas, mientras que un perpetuo conflicto no puede sino engendrar confusión y barbarie. Ahora bien, para recomponer la disensión, y desarraigaría con firmeza, el cristianismo tiene la riqueza de una fuerza maravillosa» (Rerum Novarum, n.º 15).

[22] «Débito conyugal, es decir la obligación que corresponde al derecho conyugal, los cónyuges deben prestar esta mutua acción por el contrato matrimonial. En efecto, al no tener el hombre la potestad sobre su cuerpo sino su mujer, y viceversa, deriva que cada cónyuge está sujeto a ofrecer su cuerpo a petición del otro. De ahí el débito de la donación a la petición. No obstante: el derecho y el oficio concerniente al débito conyugal, del que habla el Canon III I, no es una acción obnoxium, perteneciente al fuero interno» (F. Cappello, Tractatus Canonico—Moralis de Sacramentis, Vol. V, De Matrimonio, Marietti 1950, pags. 791-792).

[23] En esta catequesis cito los libros que he encontrado más valiosos sobre la vida de la pareja y la educación de los hijos y que si alguien quisiera profundizar puede consultar. He visto y leído muchos otros que, por tener una connotación casi exclusivamente humanista y psicológica, no he considerado útil citar.

[24] G. P. Nicola-A. Danese, Maschile e femminile, conflitto e reciprocità, en La reciprocità uomo—donna, Op. Cit., págs. 227-228.

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