De corvinas y chipirones: un cuento sobre el valor de la amistad

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Os presentamos este precioso cuento con el que pueden tratarse los valores de amistad, desprendimiento y generosidad. Aunque lo incluimos en la sección de Primera comunión, es muy adecuado también para poscomunión y confirmación.

*  *  *

I

Verano de 2005. Mundaka.

Son las cuatro de la tarde del viernes 12 de agosto de 2005 y, como todas las tardes a la misma hora, don Antonio Orobengoa sale del puerto de Mundaka en su pequeño bote de madera. Don Antonio frisa ya los ochenta y rema siempre con todo el cuerpo –piernas, espalda, brazos y manos- con un ritmo lento y cadencioso, procurando que la proa de su bote ataque bien las olas y enfile en todo momento hacia isla de Izaro. Siempre va hacia la isla porque allí se encuentra el caladero por el que suelen andar y cebarse los chipirones.

Don Antonio, que lleva ya muchos años veraneando en Mundaka, conoce muy bien los secretos de la Ría de Mundaka en cuya bocana se encuentra el pequeño pueblo pesquero que le da nombre. Y es bien sabido en el pueblo que él es de los que más saben sobre la vida y las costumbres de los chipirones. Chipirones que, año tras año, se acercan en verano hasta las templadas y claras aguas que bañan la isla de Izaro.

Don Antonio también conoce y disfruta con la pesca de anzuelo, y la practica con frecuencia, pero él siempre ha preferido el engaño sutil de la potera. De la potera tradicional, la de plomo con forma de huso, la que suele estar recubierta con hilos de colores vistosos y unida por uno de sus extremos al sedal que sujeta el pescador. Del otro extremo, del que queda más cerca del fondo, surgen unas finas púas de acero que salen juntas del huso como los chorros de agua de una fuente y se abren y curvan luego hacia el cuerpo de la potera, hacia arriba, de forma que sus puntas quedan siempre mirando hacia la superficie de las aguas cuando el plomo cuelga del sedal.

A don Antonio le gusta más la pesca con potera porque es más sutil y menos violenta que la pesca con anzuelo. La pesca con potera es un arte difícil de aprender. Requiere un talante especial. Un talante paciente, delicado y atento. Y gran capacidad de concentración. Y requiere también experiencia, mucha experiencia, porque para atraer a los chipirones hay que aprender a mover la potera tirando del sedal con soltura, arriba y abajo, a un lado y a otro, con un ritmo siempre nuevo, siempre cambiante, pero con suavidad, sin brusquedades, y con una bien estudiada elegancia, para seducirlos así con mimo, con delicadeza, sin asustar nunca a ninguno de los chipirones que puedan merodear cerca del engaño. En esta pesca hay que estar siempre muy atento para notar enseguida ese ligero aumento de resistencia en el sedal que se produce cuando el bicho atrapa con sus tentáculos el engaño de colores, se cuelga y se engancha en las púas. Porque si al chipirón no se le sube enseguida, en cuanto se cuelga y engancha, él mismo se zafa de las púas y suelta una nube de tinta negra muy densa y huye, se larga lejos, volando. Volando y dejando tras de sí unos regueros de tinta que sus congéneres advierten enseguida y emprenden también la huida. Y, cuando esto ocurre, cuando se escapa un chipirón de la potera y suelta su chorro de tinta, hay veces en las que no se acerca ningún otro chipirón en todo el día. Un verdadero desastre.

Todos los días del verano, Don Antonio se entretiene, descansa y disfruta con la pesca del chipirón. Pesca con la mente centrada en la potera, como si la estuviera viendo moverse en los fondos marinos, pero deja siempre que su mirada divague, distendida y serena, por los relieves de la costa y por la superficie del mar. Y allí, en la mar, él solo, mientras procura atraer a los chipirones moviendo el aparejo con suavidad, arriba y abajo, siente un placer especial. Un placer que adquiere un matiz de peculiar emoción cada vez que algún chipirón entra al engaño y él nota que el bicho se ha colgado. Placer que va creciendo mientras recoge el sedal y sube la pieza con una estudiada velocidad, sin parones, que harían que el chipirón se soltara. Placer que se convierte en sonriente satisfacción cuando, por fin, tras una última y bien calculada brazada, alcanza la potera con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y los introduce, potera y chipirón, dentro del bote para, sin solución de continuidad y mediante un habilidoso giro de muñeca, depositar al cefalópodo con sumo cuidado en la cesta de pesca. Allí el animal se queda como aplanado, pegado al mimbre, y muere enseguida, porque sus afanes por aspirar el agua de mar son siempre escasos e inútiles.

Don Antonio también disfruta después, al anochecer, cuando llega a casa con sus chipirones recién pescados. Allí los limpia concienzudamente en la cocina y prepara una salsa densa y sabrosa con la tinta que extrae de su interior. Él siempre añade a la tinta aceite de oliva, algo de ajo y un poco de harina, para darle consistencia, suele decir. Y lo macera todo muy bien en una especie de crisol de barro que hace tiempo que hizo suyos los colores de la tinta. Y, obviamente, después de hacer los chipirones, don Antonio disfruta degustándolos durante la cena, bien acompañados de un Rioja y pan de hogaza. Porque, a pesar de su edad o, quizás por ello, don Antonio tiene un paladar muy fino y, gracias a Dios, todavía goza de buenas digestiones. Cuando pesca suficientes chipirones, don Antonio siempre se hace una cazuelilla por las noches pero, sí saca más de los que necesita para su cazuela o alguno especialmente grande, los utiliza como carnada para las corvinas.

Porque a don Antonio también se le dan bien las corvinas. Conoce, y muy bien por cierto, el carácter, las costumbres y los gustos de estos grandes peces. Las busca cuando se desperezan y salen de sus cuevas para comer, a última hora de la tarde, mientras cae el sol. Y utiliza como carnada las barbas de los chipirones recién sacados del mar, o trozos de sus cuerpos cortados en pequeñas tiras. Lo hace siempre así porque tiene bien experimentado que la corvina grande entra siempre al chipirón fresco. Y lo hace con irresistible voracidad. Sabe también don Antonio que la corvina es un pez astuto, que sabe latín –dice-, porque con mucha frecuencia se acerca al anzuelo y se lleva la carnada con los labios sin apenas rozar el anzuelo. Es un pez fuerte y, cuando se engancha, se resiste con tal poderío y con tanto denuedo, que no es nada fácil dominarlo e izarlo hasta el bote. Si a la corvina no se la trabaja bien y no se la iza con suficiente cuidado, fácilmente rompe el aparejo o se desgarra la boca, y escapa.


II

Hoy viernes hace calor en la mar y los chipirones no han acudido a la potera de don Antonio como otros días. A media tarde, al llegar la hora de las corvinas, sólo ha conseguido sacar cinco y de los pequeños, de un tamaño como su dedo pulgar. Y al bueno de don Antonio se le ha planteado un serio dilema: Me vuelvo al puerto ya y me hago una cazuelita con los cinco o los utilizo e intento pescar una corvina para Paco.

Paco es un viejo marinero amigo suyo con el que se encuentra todos los días cuando vuelve de pescar. De él aprendió casi todo lo que sabe sobre la mar y sobre la pesca. Y sabe que está delicado, muy delicado, que tiene una enfermedad progresiva e incurable, y que su estómago apenas acepta un poco de pescado blanco, pollo hervido, jamón de York y compota de manzana. Los médicos le han dicho que se cuide, que no se mueva mucho, pero él sigue acercándose al puerto con notable esfuerzo, todos los días, al caer la tarde, para ver a los pescadores que regresan. Le gusta cruzar con todos ellos algunas palabras. Y don Antonio siempre le regala la mejor corvina que coge.


III

Don Antonio se decidió por su amigo Paco. Le sacaré una bonita corvina para su cena. Y se acercó entonces a la zona donde las pesca y echó el ancla por allí. Cogió luego uno de los chipirones recién pescados y le arrancó las barbas con cuidado. Y cortó también el cuerpo con su navaja en varias tiras. Después ensartó la carnada minuciosamente en un anzuelo y lo dejó caer suavemente junto a la borda de su bote mientras soltaba el sedal con desenfadada maestría, como quien hace algo rutinario y bien sabido.

Mas esa tarde tampoco le fue propicia a don Antonio con los peces, porque las corvinas entraban, pero no se enganchaban y le robaban la carnada. Y pronto tuvo que utilizar, con pena, un segundo chipirón. Y, más tarde, un tercero. ¡Adiós cazuela! -pensó don Antonio-. Pero insistió. El que insiste vence. Me quedan dos chipirones y tengo que sacar al menos una corvina para Paco.

Las corvinas continuaron picoteando nerviosas. Tocaban el aparejo o robaban el cebo, pero ninguna se enganchaba. Era casi de noche, y apenas le quedaban dos tiras del último chipirón, cuando notó que algo grande, muy grande, había mordido y enganchado el anzuelo. Concentró entonces don Antonio todos sus sentidos en la operación y fue tirando y aflojando el sedal con sumo cuidado, con la maestría que le había dado la experiencia. Y se encomendó a todos los santos para que le ayudaran a sacar la pieza que intuía que era mayor de lo normal. Y al final, tras una larga y concienzuda pelea, don Antonio pudo sonreír satisfecho. Había sacado una hermosa corvina. ¡Menudo bicho! Debe pesar más casi cinco kilos. Y se ha tragado el anzuelo hasta dentro. Seguro que tenía atemorizadas y nerviosas a todas las demás.


IV

Tras recoger los aparejos e izar el ancla, don Antonio enfiló su bote hacia la bocana del puerto de Mundaka con la grata sensación de haber cumplido con creces un deber de amistad. Mientras remaba y se acercaba al puerto giraba la cabeza cada poco tiempo, sin dejar de remar, para ver si descubría la silueta de su amigo Paco junto a las escaleras, sentado en el banco de piedra, donde solía encontrarlo todos los días. Más de una vez pensó que quizás era tarde para Paco, y que se habría ido a casa.

Pero Paco sabía que don Antonio no había regresado de la mar y allí estaba él, en el banco, como todos los días, esperándole.

¿Qué tal, don Antonio? ¿Cómo ha ido el día?… Así, así. Te traigo una corvina preciosa… Gracias, muchas gracias. ¿Cuántos chipirones han caído hoy?… Pocos. Justo para una cazuela pequeña. Ha sido un día raro… Sí. Demasiado calor. Y la presión ha subido mucho. ¿Tendrás hambre, no?… A estas horas siempre tengo un hambre de lobo… Pues vamos pa casa que es tarde… Vamos… Yo -dijo Paco mientras se dirigían al pueblo- en cuanto llegue, le daré la corvina a Lucía para que me la prepare… Tu nieta Lucía vale mucho. Es una joya. ¡Y es guapa como pocas!… Si, vale mucho, repitió Paco. Y añadió: Y me quiere mucho… Y a mí, exclamó don Antonio. Y, la verdad es que yo también la quiero a ella…

Los dos pescadores, como todos los días, caminaron lentamente de vuelta a casa y, mientras charlaban acerca de ellos y de los sucesos de la jornada que estaba terminando, don Antonio, como solía hacer, con cierta frecuencia, desde hacía ya unos meses, le preguntó a su amigo Paco: ¿Cómo va lo tuyo?… Así, así, le contestó. Hoy, en cuanto termine de cenar, me voy a la cama, porque la verdad es que no me encuentro muy católico.


V

Pero Paco no se pudo acostar tan pronto como le pedía el cuerpo porque su nieta Lucía, al abrir la corvina para limpiarla, lanzó un grito de asombro que se oyó por toda la casa: ¡¡Abuelo!! ¡Ven! ¡Mira! ¡Mira lo que he encontrado dentro del pez!… ¡Parece un rubí!…


Y efectivamente, era un rubí. Pero no un rubí cualquiera, sino un rubí enorme, precioso, un rubí por el que algunas personas pagarían millones de euros. ¡Somos ricos, abuelo, somos ricos!, dijo la nieta mientras daba brincos de alegría alrededor de su abuelo.

Más Paco, el viejo Paco, que también sintió el tirón del rubí, se quedó un momento en silencio y luego comentó: No, Lucía. No es nuestro. La piedra esa es de don Antonio. Le pertenece a él. Él ha pescado la corvina y me la ha regalado, pero el rubí le pertenece a él.

Paco, tras dejar bien clara su decisión y luego de comentar el extraño suceso con su nieta se fue a su cuarto, dejó el rubí encima de la mesilla de noche y se dedicó a cavilar durante un buen rato. Y llegó a la conclusión de que había que devolverle la piedra preciosa a su amigo cuanto antes, no fueran a caer en la tentación de quedársela. Pero no podía devolvérsela directamente, porque sabía que don Antonio no se la iba a aceptar. Así que pensó que podía meter el rubí en el interior de uno de los pollos que le traían sus hijos cuando venían a verle todos los fines de semana, y llevárselo luego a don Antonio antes de comer, como hacía todos los sábados. Mañana es sábado y vendrán con los pollos…


VI

Aquella noche del viernes, tras guardar el rubí con cuidado en el cajón de la mesilla, Paco se acostó. Se acostó tarde pero sereno, muy sereno, y especialmente contento. Una gran paz y una placentera sensación de felicidad le inundaba todo su ser en aquellos instantes. Y concilió el sueño muy pronto, y durmió divinamente. Y el sábado, a eso de las ocho, se despertó descansado y con una percepción nueva de su cuerpo. Una percepción nueva y muy agradable. No le dolía nada el estómago y se notaba con mucha más vitalidad de la habitual. Y con hambre, con mucha hambre. Y con enormes ganas de vivir.

Paco era un hombre realista y práctico, y pronto superó el lógico desconcierto que le produjo su nuevo estado de salud. Así que decidió levantarse de la cama, se aseó canturreando con alegría y salió de casa para asistir a la Misa de nueve, como hacía siempre a diario cuando estaba sano. Y allí, en la iglesia, dio gracias a Dios por lo que parecía una radical mejoría en su estado de salud. Luego se desayunó en casa con mucho apetito, le comentó a Lucía que se encontraba bien y le ayudó a recoger y ordenar la cocina. Después sacó su silla hasta la puerta y se quedó allí sentado esperando a que llegaran sus hijos con los nietos y los pollos.

Y, por fin llegaron. Llegaron sus hijos con toda la chiquillería. Y, tras los saludos y besos de rigor, a peques y a mayores, Paco preguntó por los pollos con más interés e ilusión que otras veces. Se le veía expectante y nervioso mientras seguía a su hija Elena camino del coche. Y en cuanto su hija le dio los pollos y los tuvo en sus manos, tras darle las gracias casi sin mirarle pero con mayor sentimiento que el habitual, se dirigió rápido a la cocina y allí los miró todos, despacio, y escogió el mejor, el que le pareció más sabroso. Lo agarró luego por las patas, lo acercó con resolución hacia su cuerpo, como si quisiera evitar que alguien se lo arrebatara y se lo llevó a su dormitorio mientras decía a Lucía que guardase los demás en el frigorífico.

Ya en su cuarto, con sumo cuidado, introdujo el rubí en el interior del pollo y salió para decirle a Lucía que por favor se lo llevara pronto, cuanto antes, a su amigo Antonio.


VII

Cuanto volvió Lucía, se fueron todos juntos de paseo y acabaron almorzando en un restaurante al aire libre. Y Paco comió como uno más, con muy buen apetito, como una corvina pensaba él, y todos -hijos, hijos políticos y nietos- estaban asombrados del cambiazo que había dado el abuelo en tan poco tiempo. Especialmente Lucía, que se dedicaba a cuidarle desde que enfermó hacía ya un par de años. No acababan de creerse lo que veían. ¿No será esa mejoría la que suele darse en muchas personas enfermas poco antes de la muerte? Ayer por la tarde estaba fatal.

Pero Paco no daba ninguna sensación de estar fatal. Todo lo contrario. Parecía más bien el fornido y afable marinero de antaño. Con buen color, dicharachero y guasón, sin ofender nunca a nadie, hablaba con todos y se preocupaba por cada uno. Y mostraba una habilidad especial para percatarse y hablar de lo que les interesaba a cada uno de sus nietos cada vez que se acercaban hasta él.. Y tenía ingeniosos detalles de cariño para con sus hijos, yernos y nueras. El abuelo es, otra vez, el de antes. ¿Te encuentras bien abuelo? ¿Quieres algo? ¿Qué te apetece? Nada, hijos nada. No quiero nada. Estoy muy bien con vosotros. Viéndoos a todos juntos, sanos y en armonía, yo soy feliz. Contadme cosas. ¿Cómo ha ido la semana? ¿Qué habéis hecho?

Y cada uno fue contando sus historias entre bromas y veras hasta que, a media tarde, Paco carraspeó, se puso un poco serio, interrumpió la conversación y les hizo una petición que parecía casi una orden: Ahora, cuando volvamos a casa, me dejáis, por favor, en el puerto. Quiero estar allí antes de que don Antonio regrese de pescar.


VIII

Don Antonio también era un hombre honrado, que hacía ya tiempo que había dejado la presidencia de varias empresas y optado por una vida sencilla, sin las complicaciones y las inquietudes que traen consigo la avaricia y las riquezas, y, en cuanto abrió el pollo aquel sábado a mediodía y se encontró el rubí en su interior, pensó que él no debía quedárselo, que el rubí le pertenecía a su amigo Paco. Y que, además, le vendría muy bien, porque sabía que andaba muy justo con su pensión. Y pensó en cómo devolvérselo, porque sabía que Paco no aceptaría el rubí si se lo entregaba directamente. Así que estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que se le ocurrió introducirlo en una de las corvinas que pescara aquella misma tarde. La que pescaría para Paco.

Y por la tarde, como todas las tardes, don Antonio salió temprano, a las cuatro, a pescar. Salió en busca de los chipirones con el rubí bien protegido y guardado en uno de los bolsillos del pantalón. Y sacó muchos chipirones, bastantes más que otros días. Y en cuanto el sol comenzó a declinar, se trasladó con prisa hasta la zona de las corvinas. Y, una vez allí, echó el ancla, preparó la carnada, la ensartó en el anzuelo y se dispuso para la faena. Y sacó también muchas corvinas, muchas más que las que sacaba habitualmente. Y, cuando llegó la hora de volver, recogió los aparejos con mayor rapidez que la habitual, eligió luego con esmero la corvina más hermosa e introdujo el rubí en su interior con sumo cuidado. Lo introdujo primero con los dedos, delicadamente, y después lo empujó con suavidad, despacio, una y otra vez, mediante una pequeña pieza de madera, hasta que se convenció de que el rubí se quedaba bien fijo en el fondo de la corvina. Después subió el ancla rápidamente y regresó al puerto en busca de Paco.


IX

Paco, mientras esperaba, estuvo pensando en cuál habría sido la reacción de su amigo Antonio al encontrarse el rubí dentro del pollo. Porque seguro que se lo ha encontrado. Todos los sábados, siempre que le regalo un pollo, lo abre, lo limpia bien y lo trocea. Y se lo fríe luego con cebolla y tomate. Y después se lo come a mediodía acompañado con pimientos del piquillo. Porque Antonio siempre ha sido un tipo de morro fino.

Cuando don Antonio se acercó a la escalerilla se asombró de que Paco estuviera de pie, charlando amigablemente con los que habían llegado al puerto antes que él. Y le preguntó: pero Paco, ¿qué has hecho? Te veo con muy buen aspecto… ¿Yo? Nada. ¡La Providencia, que tiene sus caprichos y parece que me da una prórroga! Gracias a Dios hoy me encuentro muy bien. Estupendamente. Y a ti, ¿cómo te ha ido?… Bien, muy bien. Seis docenas de chipirones y veintitrés corvinas. Tengo una preciosa para ti. Ahora te la paso…

Pero cuando don Antonio desembarcó tras amarrar el bote y se acercó hacia a su amigo con la corvina en la mano, Paco le habló así: Oye, Antonio… ¿Qué quieres?… ¿Puedo pedirte un favor?… Tú dirás… Tú no te vas a comer todos los chipirones ¿verdad?… No. Sólo una cazuela. Los demás los regalo… ¿Te importaría darme una docena, en vez de la corvina?…

Con un desconcierto que se sumaba al que le había producido el buen aspecto de su amigo, don Antonio no pudo negarse a la propuesta, pero insistió, una y otra vez, en que se llevara también la corvina. Y Paco, aunque intentó no quedársela para no abusar de su amigo, tampoco pudo negarse al ofrecimiento y aceptó también la corvina diciendo: De acuerdo Antonio pero, si te parece bien, se la daré a Lucía de tu parte. Y entonces, don Antonio, que mantenía la cabeza y el corazón en plena forma, se sonrió para sus adentros y dijo: Bien. Me parece bien, Paco. Haz como a ti te parezca…


X

Ya en casa, Paco ayudó a su nieta a preparar los chipirones. Lucía no salía de su asombro y le insistía en que debía cuidarse: Pero abuelo, ¡no seas así! No los pongas todos. ¡Que te van a sentar mal! ¡Que hace mucho que no los comes!… Tú no te preocupes hija, que estoy muy bien. De verdad. Me encuentro superbien. Estoy como antes. Tú cómete la corvina, que yo hoy voy a disfrutar con la cazuela.

Y ocurrió que, mientras hablaban entre ellos y se iban haciendo los chipirones, Lucía abrió cuidadosamente la corvina para limpiarla y, como era de esperar, se encontró con el rubí. El segundo descubrimiento del rubí la dejó muda, sin habla, con la mente en blanco, casi paralizada. Sólo pudo balbucear a duras penas: Abu, abu, ¡abuelo!… ¿Qué te pasa, hija? ¿Qué quieres?… Mi, mi, ¡mira!…

Y Paco miró y vio la joya en el vientre de la corvina, y con los reflejos mentales que siempre tuvo cuando estaba sano, comprendió en ese instante casi todo lo que había pasado con el rubí. No todo, porque le faltaba un dato, pero sí lo suficiente. Y se sonrió placenteramente. Y fijó después sus ojos en los de su nieta y, con un tono de voz que no daba lugar a dudas, le dijo cariñosamente, pero con cierto aire de misterio en el semblante: Lucía, la corvina te la hemos regalado don Antonio y yo. Con el rubí y todo. El rubí es para ti… Por todo lo que haces por nosotros… ¡Eh!, y para que nunca te olvides de tus viejos, añadió…

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