Evangelio del día: La parábola del sembrador

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Mateo 13, 1-9. Miércoles de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario. Jesús siembra todos los días, y cuando aceptamos la Palabra de Dios, entonces somos el Campo de la Fe. 

Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: «El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Éxodo, Éx 16, 1-5.9-15

Salmo: Sal 78(77)

Oración introductoria

Gracias, Señor, por este tiempo de oración; ayúdame a ser «buena tierra» para aprovechar bien esta contemplación. Incrementa mi fe para que pueda descubrirte en lo ordinario de este día. Aumenta mi esperanza para que pueda confiar en Ti siempre. Ensancha mi amor para serte fiel en los detalles más pequeños que hoy pongas en mi camino.

Petición

Señor, concédeme vivir unido a Ti, para dar muchos frutos en la misión.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos jóvenes

Al verlos a ustedes, presentes hoy aquí, me viene a la mente la historia de San Francisco de Asís. Ante el crucifijo oye la voz de Jesús, que le dice: «Ve, Francisco, y repara mi casa». Y el joven Francisco responde con prontitud y generosidad a esta llamada del Señor: repara mi casa. Pero, ¿qué casa? Poco a poco se da cuenta de que no se trataba de hacer de albañil para reparar un edificio de piedra, sino de dar su contribución a la vida de la Iglesia; se trataba de ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y trabajando para que en ella se reflejara cada vez más el rostro de Cristo.

También hoy el Señor sigue necesitando a los jóvenes para su Iglesia. Queridos jóvenes, el Señor los necesita. También hoy llama a cada uno de ustedes a seguirlo en su Iglesia y a ser misioneros. Queridos jóvenes, el Señor hoy los llama. No al montón. A vos, a vos, a vos, a cada uno. Escuchen en el corazón qué les dice. Pienso que podemos aprender algo de lo que pasó en estos días: cómo tuvimos que cancelar por el mal tiempo la realización de esta vigilia en el Campus Fidei, en Guaratiba. ¿No estaría el Señor queriendo decirnos que el verdadero campo de la fe, el verdadero Campus Fidei, no es un lugar geográfico sino que somos nosotros? ¡Sí! Es verdad. Cada uno de nosotros, cada uno ustedes, yo, todos. Y ser discípulo misionero significa saber que somos el Campo de la Fe de Dios. Por eso, a partir de la imagen del Campo de la Fe, pensé en tres imágenes, tres, que nos pueden ayudar a entender mejor lo que significa ser un discípulo-misionero: la primera imagen, la primera, el campo como lugar donde se siembra; la segunda, el campo como lugar de entrenamiento; y la tercera, el campo como obra de construcción.

1. Primero, el campo como lugar donde se siembra. Todos conocemos la parábola de Jesús que habla de un sembrador que salió a sembrar en un campo; algunas simientes cayeron al borde del camino, entre piedras o en medio de espinas, y no llegaron a desarrollarse; pero otras cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto (cf. Mt 13,1-9). Jesús mismo explicó el significado de la parábola: La simiente es la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón (cf. Mt 13,18-23). Hoy, todos los días, pero hoy de manera especial, Jesús siembra. Cuando aceptamos la Palabra de Dios, entonces somos el Campo de la Fe. Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en su vida, dejen entrar la simiente de la Palabra de Dios, dejen que germine, dejen que crezca. Dios hace todo pero ustedes déjenlo hacer, dejen que Él trabaje en ese crecimiento.

Jesús nos dice que las simientes que cayeron al borde del camino, o entre las piedras y en medio de espinas, no dieron fruto. Creo que con honestidad podemos hacernos la pregunta: ¿Qué clase de terreno somos, qué clase de terreno queremos ser? Quizás a veces somos como el camino: escuchamos al Señor, pero no cambia nada en nuestra vida, porque nos dejamos atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos. Yo les pregunto, pero no contesten ahora, cada uno conteste en su corazón: ¿Yo soy un joven, una joven, atontado? O somos como el terreno pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes ante las dificultades, no tenemos el valor de ir a contracorriente. Cada uno contestamos en nuestro corazón: ¿Tengo valor o soy cobarde? O somos como el terreno espinoso: las cosas, las pasiones negativas sofocan en nosotros las palabras del Señor (cf. Mt 13,18-22). ¿Tengo en mi corazón la costumbre de jugar a dos puntas, y quedar bien con Dios y quedar bien con el diablo? ¿Querer recibir la semilla de Jesús y a la vez regar las espinas y los yuyos que nacen en mi corazón? Cada uno en silencio se contesta.  Hoy, sin embargo, yo estoy seguro de que la simiente puede caer en buena tierra. Escuchamos estos testimonios, cómo la simiente cayó en buena tierra. No padre, yo no soy buena tierra, soy una calamidad, estoy lleno de piedras, de espinas, y de todo. Sí, puede que por arriba, pero hacé un pedacito, hacé un cachito de buena tierra y dejá que caiga allí, y vas a ver cómo germina. Yo sé que ustedes quieren ser buena tierra, cristianos en serio, no cristianos a medio tiempo, no cristianos «almidonados» con la nariz así [empinada] que parecen cristianos y en el fondo no hacen nada. No cristianos de fachada. Esos cristianos que son pura facha, sino cristianos auténticos. Sé que ustedes no quieren vivir en la ilusión de una libertad chirle que se deja arrastrar por la moda y las conveniencias del momento. Sé que ustedes apuntan a lo alto, a decisiones definitivas que den pleno sentido. ¿Es así, o me equivoco? ¿Es así? Bueno, si es así hagamos una cosa: todos en silencio, miremos al corazón y cada uno dígale a Jesús que quiere recibir la semilla. Dígale a Jesús: Mira Jesús las piedras que hay, mirá las espinas, mirá los yuyos, pero mirá este cachito de tierra que te ofrezco, para que entre la semilla. En silencio dejamos entrar la semilla de Jesús. Acuérdense de este momento. Cada uno sabe el nombre de la semilla que entró. Déjenla crecer y Dios la va a cuidar. 

2. El campo, además de ser lugar de siembra, es lugar de entrenamiento. Jesús nos pide que le sigamos toda la vida, nos pide que seamos sus discípulos, que «juguemos en su equipo». A la mayoría de ustedes les gusta el deporte. Aquí, en Brasil, como en otros países, el fútbol es pasión nacional. ¿Sí o no? Pues bien, ¿qué hace un jugador cuando se le llama para formar parte de un equipo? Tiene que entrenarse y entrenarse mucho. Así es nuestra vida de discípulos del Señor. San Pablo, escribiendo a los cristianos, nos dice: «Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible» (1 Co 9,25). Jesús nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo; ¡algo más grande que la Copa del Mundo! Jesús nos ofrece la posibilidad de una vida fecunda y feliz, y también un futuro con él que no tendrá fin, allá en la vida eterna. Es lo que nos ofrece Jesús. Pero nos pide que paguemos la entrada. Y la entrada es que nos entrenemos para «estar en forma», para afrontar sin miedo todas las situaciones de la vida, dando testimonio de nuestra fe. A través del diálogo con él, la oración – “Padre, ahora nos va hacer rezar a todos, ¿no?” –. Te pregunto, pero contestan en su corazón, ¡eh! No en voz alta, en silencio. ¿Yo rezo? Cada uno se contesta. ¿Yo hablo con Jesús? O le tengo miedo al silencio. ¿Dejo que el Espíritu Santo hable en mi corazón? ¿Yo le pregunto a Jesús: Qué querés que haga? ¿Qué querés de mi vida? Esto es entrenarse. Pregúntenle a Jesús, hablen con Jesús. Y si cometen un error en la vida, si se pegan un resbalón, si hacen algo que está mal, no tengan miedo. Jesús, mirá lo que hice, ¿qué tengo que hacer ahora? Pero siempre hablen con Jesús, en las buenas y en las malas. Cuando hacen una cosa buena y cuando hacen una cosa mala. ¡No le tengan miedo! Eso es la oración. Y con eso se van entrenando en el diálogo con Jesús en este discipulado misionero.  Y también a través de los sacramentos, que hacen crecer en nosotros su presencia. A través del amor fraterno, del saber escuchar, comprender, perdonar, acoger, ayudar a los otros, a todos, sin excluir y sin marginar. Estos son los entrenamientos para seguir a Jesús: la oración, los sacramentos y la ayuda a los demás, el servicio a los demás. ¿Lo repetimos juntos todos? “Oración, sacramentos y ayuda a los demás” [todos lo repiten en voz alta]. No se oyó bien. Otra vez [ahora más fuerte].

3. Y tercero: El campo como obra de construcción. Acá estamos viendo cómo se ha construido esto aquí. Se empezaron a mover los muchachos, las chicas. Movieron y construyeron una iglesia. Cuando nuestro corazón es una tierra buena que recibe la Palabra de Dios, cuando «se suda la camiseta», tratando de vivir como cristianos, experimentamos algo grande: nunca estamos solos, formamos parte de una familia de hermanos que recorren el mismo camino: somos parte de la Iglesia. Estos muchachos, estas chicas no estaban solos, en conjunto hicieron un camino y construyeron la iglesia, en conjunto hicieron lo de San Francisco: construir, reparar la iglesia. Te pregunto: ¿Quieren construir la iglesia? [todos: “¡Sí!”]  ¿Se animan? [todos: “¡Sí!”] ¿Y mañana se van a olvidar de este sí que dijeron? [todos: “¡No!”] ¡Así me gusta! Somos parte de la iglesia, más aún, nos convertimos en constructores de la Iglesia y protagonistas de la historia.  Chicos y chicas, por favor: no se metan en la cola de la historia. Sean protagonistas. Jueguen para adelante. Pateen adelante, construyan un mundo mejor. Un mundo de hermanos, un mundo de justicia, de amor, de paz, de fraternidad, de solidaridad. Jueguen adelante siempre. San Pedro nos dice que somos piedras vivas que forman una casa espiritual (cf. 1 P 2,5). Y miramos este palco, vemos que tiene forma de una iglesia construida con piedras vivas. En la Iglesia de Jesús, las piedras vivas somos nosotros, y Jesús nos pide que edifiquemos su Iglesia; cada uno de nosotros es una piedra viva, es un pedacito de la construcción, y si falta ese pedacito cuando viene la lluvia entra la gotera y se mete el agua dentro de la casa. Cada pedacito vivo tiene que cuidar la unidad y la seguridad de la Iglesia.  Y no construir una pequeña capilla donde sólo cabe un grupito de personas. Jesús nos pide que su Iglesia sea tan grande que pueda alojar a toda la humanidad, que sea la casa de todos. Jesús me dice a mí, a vos, a cada uno: «Vayan, hagan discípulos a todas las naciones». Esta tarde, respondámosle: Sí, Señor, también yo quiero ser una piedra viva; juntos queremos construir la Iglesia de Jesús. Quiero ir y ser constructor de la Iglesia de Cristo. ¿Se animan a repetirlo? Quiero ir y ser constructor de la Iglesia de Cristo. A ver ahora… [todos “¡Sí!”].  Después van a pensar lo que dijeron juntos…

Tu corazón, corazón joven, quiere construir un mundo mejor. Sigo las noticias del mundo y veo que tantos jóvenes, en muchas partes del mundo, han salido por las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Los jóvenes en la calle. Son jóvenes que quieren ser protagonistas del cambio. Por favor, no dejen que otros sean los protagonistas del cambio. Ustedes son los que tienen el futuro. Ustedes… Por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes les pido que también sean protagonistas de este cambio. Sigan superando la apatía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas que se van planteando en diversas partes del mundo. Les pido que sean constructores del futuro, que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor, no balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no se quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús. Sin embargo, queda una pregunta: ¿Por dónde empezamos? ¿A quién le pedimos que empiece esto? ¿Por dónde empezamos? Una vez, le preguntaron a la Madre Teresa qué era lo que había que cambiar en la Iglesia, para empezar: por qué pared de la Iglesia empezamos. ¿Por dónde – dijeron –, Madre, hay de empezar? Por vos y por mí, contestó ella. ¡Tenía garra esta mujer! Sabía por dónde había que empezar. Yo también hoy le robo la palabra a la madre Teresa, y te digo: ¿Empezamos? ¿Por dónde? Por vos y por mí. Cada uno, en silencio otra vez, pregúntese si tengo que empezar por mí, por dónde empiezo. Cada uno abra su corazón para que Jesús les diga por dónde empiezo.

Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con su «sí» a Dios: «Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María: Hágase en mí según tu palabra. Que así sea.

Santo Padre Francisco

Discurso del sábado, 27 de julio de 2013

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

El Señor arroja con abundancia y gratuidad la semilla de la Palabra de Dios, aun sabiendo que podrá encontrar una tierra inadecuada, que no le permitirá madurar a causa de la aridez, y que apagará su fuerza vital ahogándola entre zarzas. Con todo, el sembrador no se desalienta porque sabe que parte de esta semilla está destinada a caer en «tierra buena», es decir, en corazones ardientes y capaces de acoger la Palabra con disponibilidad, para hacerla madurar en la perseverancia, de modo que dé fruto con generosidad para bien de muchos.

La imagen de la tierra puede evocar la realidad más o menos buena de la familia; el ambiente con frecuencia árido y duro del trabajo; los días de sufrimiento y de lágrimas. La tierra es, sobre todo, el corazón de cada hombre, en particular de los jóvenes, a los que os dirigís en vuestro servicio de escucha y acompañamiento: un corazón a menudo confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia. Quien siembra en el corazón del hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos de acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña semilla, don misterioso de la Providencia celestial, que irradia una fuerza extraordinaria, pues la Palabra de Dios es la que realiza eficazmente por sí misma lo que dice y desea.

Hay otra palabra de Jesús que utiliza la imagen de la semilla, y que se puede relacionar con la parábola del sembrador: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Aquí el Señor insiste en la correlación entre la muerte de la semilla y el «mucho fruto» que dará. El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es la «vida en abundancia» (Jn 10, 10), que nos ha adquirido mediante su cruz. Esta es también la lógica y la verdadera fecundidad de toda pastoral vocacional en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote y el animador deben ser un «grano de trigo», que renuncia a sí mismo para hacer la voluntad del Padre; que sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que renuncia a buscar la visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se convierten en criterios e incluso en finalidades de la vida en buena parte de nuestra cultura y fascinan a muchos jóvenes.

Queridos amigos, sed sembradores de confianza y de esperanza, pues la juventud de hoy vive inmersa en un profundo sentido de extravío. Con frecuencia las palabras humanas carecen de futuro y de perspectiva; carecen incluso de sentido y de sabiduría. Se difunde una actitud de impaciencia frenética y una incapacidad de vivir el tiempo de la espera. Sin embargo, esta puede ser la hora de Dios: su llamada, mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra, genera un camino de esperanza hacia la plenitud de la vida. La Palabra de Dios puede ser de verdad luz y fuerza, manantial de esperanza; puede trazar una senda que pasa por Jesús, «camino» «puerta», a través de su cruz, que es plenitud de amor.

Santo Padre Benedicto XVI

Discurso en la Sala Clementina el sábado, 4 de julio de 2009

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Origen, fundación y misión de la Iglesia

758 Para penetrar en el Misterio de la Iglesia, conviene primeramente contemplar su origen dentro del designio de la Santísima Trinidad y su realización progresiva en la historia.

Un designio nacido en el corazón del Padre

759 «El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia». Esta «familia de Dios» se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

La Iglesia, prefigurada desde el origen del mundo

760 «El mundo fue creado en orden a la Iglesia» decían los cristianos de los primeros tiempos (Hermas, Pastor 8, 1 [Visio 2, 4,I); cf. Arístides, Apología 16, 6; San Justino, Apología 2, 7). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, comunión que se realiza mediante la «convocación» de los hombres en Cristo, y esta «convocación» es la Iglesia. La Iglesia es la finalidad de todas las cosas (cf. San Epifanio, Panarion, 1, 1, 5, Haereses 2, 4), e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre, no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que quería dar al mundo:

«Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia» (Clemente Alejandrino, Paedagogus 1, 6).

La Iglesia, preparada en la Antigua Alianza

761 La reunión del pueblo de Dios comienza en el instante en que el pecado destruye la comunión de los hombres con Dios y la de los hombres entre sí. La reunión de la Iglesia es por así decirlo la reacción de Dios al caos provocado por el pecado. Esta reunificación se realiza secretamente en el seno de todos los pueblos: «En cualquier nación el que le teme [a Dios] y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 35; cf LG 9; 13; 16).

762 La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a ser padre de un gran pueblo (cf Gn 12, 2; 15, 5-6). La preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cf Ex 19, 5-6; Dt 7, 6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2, 2-5; Mi 4, 1-4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf Os 1; Is 1, 2-4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31-34; Is 55, 3). «Jesús instituyó esta nueva alianza» (LG 9).

La Iglesia, instituida por Cristo Jesús

763 Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su «misión» (cf. LG 3; AG 3). «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras» (LG 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio» (LG 3).

764 «Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger «el Reino» (ibíd.). El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño» (Lc 12, 32) de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva «manera de obrar», sino también una oración propia (cf. Mt 5-6).

765 El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21, 12-14). Los Doce (cf. Mc 6, 7) y los otros discípulos (cf. Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (cf. Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

766 Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. «El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento» (LG 3) .»Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89).

La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo

767 «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia» (LG4). Es entonces cuando «la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación» (AG 4). Como ella es «convocatoria» de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt28, 19-20; AG 2,5-6).

768 Para realizar su misión, el Espíritu Santo «la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4). «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (LG 5).

La Iglesia, consumada en la gloria

769 La Iglesia «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo» (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (San Agustín, De civitate Dei 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, «y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria» (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, «todos los justos descendientes de Adán, `desde Abel el justo hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia universal» (LG 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Señor, desde la eternidad has sembrado en mi corazón la vocación de ser tu discípulo y misionero. Permite que la semilla de mi fe, recibida en mi bautismo, crezca y dé abundantes frutos para el bien de los demás, principalmente aquellos más cercanos. Ayúdame a vivir con el constante deseo de trabajar por Ti y corresponderte como Tú te mereces.

Propósito

Pidiendo la luz del Espíritu Santo, darme un tiempo para reflexionar y descubrir ese apego que no me deja crecer en mi amor a Dios y a los demás.

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