El canto de un náufrago

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Era la mañana del 4 de julio de 1898. Un magnífico transatlántico, el Bourgogne, había dejado la antevíspera el puerto de New York y se dirigía con celeridad hacia Francia, arriando dieciocho nudos, equivalentes a más de treinta kilómetros por hora. El mar está tranquilo, pero una densa niebla lo cubría como un sudario inmenso.

Todos los pasajeros descansaban a bordo sin cuidado alguno, cuando de repente un espantoso choque agitó el navío.

Un velero inglés, pesadamente cargado, que se dirigía de Dunkerque a Filadelfia acababa de abordar el transatlántico por los costados, en el lugar más débil y peligroso, cerca de las máquinas. El velero experimentó grandes averías en su proa, que por poco le hicieron zozobrar; pero dejaba una enorme brecha en el Bourgogne, por lo cual la gran masa del agua se precipitaba vertiginosamente y sin remedio. No es posible formar una idea de los cuarenta minutos que se pasaron entre el abordaje y el hundimiento. El buque se llenaba de agua, se hundía por momentos, y el espantoso desenlace estaba cerca. Más de seiscientas personas llenas de vida veían claramente y con aflicción suma que dentro de breves momentos iban a ser tragados por la inmensidad del océano.

En medio del espanto general aparecieron en breve tres religiosos dominicos sobre cubierta, y pronto los rodeó la multitud desesperada. El hábito blanco que llevaban venía a ser para todos la contraseña y el peligro que corrían no hizo olvidar a aquellos dignos religiosos su deber; antes, a la vista de la muerte, permanecieron fieles a su alto ministerio en nombre de Jesucristo; y mientras el capitán del buque, impávido en su puesto hasta el fin, se esforzaba en salvar los cuerpos, ellos, llenando una misión divina, trabajaban incansables por las salvación de las almas.

Acostumbrados como estaban a descansar con el santo hábito, luego que se oyó el pavoroso estampido efecto del terrible choque, volaron al puente, donde pronto atrajeron las miradas de todos los ojos, en medio de la confusión y el espanto. Parecían ángeles enviados de Dios para llevar al cielo las almas de los atónitos y espantados viajeros que dentro de unos momentos la muerte iba a tragar. Mientras el buque se sostuvo sobre las olas, dieron la absolución a sus compañeros de infortunio y los prepararon con toda piedad y unción para ir al encuentro de aquel Señor que, infinito en su misericordia, es dueño de la vida y de la muerte.

Los pasajeros que sobrevivieron a la catástrofe contaron después cuán admirable fue su proceder en todo, y cómo, al tiempo que otros usaban de una atroz violencia para hallar sitio en las tres lanchas que se echaron al mar, ellos permanecieron tranquilos y dueños de sí mismos, procurando hacer reavivar el valor exhortando a todos a ofrecer cristianamente el sacrificio de sus vidas.

El Superior se mantenía admirablemente sereno. Cuando el Bourgogne estaba a punto de zozobrar, el vicecomisario, que había sido discípulo suyo por espacio de seis años en el colegio de Arcucil, le dijo:

—Padre, es tiempo de saltar.

Pero el magnánimo Superior respondió:

—Hijo mío, hay demasiados, en torno nuestro, que van a perecer; nuestro deber es quedar con ellos.

—Los momentos pasaron rápidamente; habían cumplido los tres religiosos su misión; iba ya a hundirse el grandioso transatlántico, y, por esto uno de ellos preguntó al vice comisario si aún se podía hacer algo.

—Lo que hago yo —contestó éste—; arrojarse al agua.

—No sabemos nadar —dijo el religioso; hágase la voluntad de Dios.

Y llegaron los momentos más imponentes…

Hay en la Orden de Santo Domingo una hermosa costumbre que, cuando un religiosos se halla en agonía, sus hermanos de religión entonan la «Salve». Dicen esta dulcísima oración sobre el moribundo puesto entre el tiempo y la eternidad, con el fin de suplicar a María, Madre de justos y pecadores, se digne cambiar los trabajos y tribulaciones del mortal en este valle de lágrimas por la posesión sin término el fruto bendito de sus entrañas virginales. Los tres dominicos, cuando iban a quedar sepultados para siempre en los abismos del mar, escrupulosos observantes de la nota acostumbrada, se acordaron de entonar el canto de la «Salve». En aquellas circunstancias, los mismos moribundos hubieron de decir el himno de partida. Y aquel acto, sobre ser sublime, resultó heroico. Tres víctimas condecoradas con el carácter sacerdotal que acababan de abrir la puerta de la patria verdadera a centenares de almas; que les habían inspirado el valor de morir cristianamente, ahora, henchido del pecho de espíritu de resignación en la voluntad divina y confianza de María, entonaban por todos una plegaria de amor a la que en los más aciagos momentos es Estrella de mar.

En el instante en que las olas alcanzaban lo más alto de la cubierta, cuando toda esperanza estaba ya perdida, el piadosos Superior se unió a sus dos compañeros, los miró con ternura, les estrechó la mano; los tres, levantados sus ojos al cielo, abrieron sus bocas y con acorde armonía dijeron el canto maravilloso. Se apiñaron más y más, alrededor de ellos, la consternada muchedumbre; no pocos caían de rodillas; a los gritos de espanto sucedían las lágrimas; espontáneamente brotaban actos de contrición y confianza. El espectáculo no podía ser más desgarrador e imponente. Nunca se había comprendido con más viveza el sentido de las palabras de la suavísima plegaria: «Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. A ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos gimiendo y llorando… vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!».

Parecía que el poderoso transatlántico esperaba hubiese terminado el admirable canto, antes de desaparecer. A las últimas palabras empezó a inclinarse sobre la popa, y poco después se alzó casi a plomo; luego se hundió de repente en el abismo. A los gritos de la multitud y a un desorden indecible, sucedió en pocos segundos el silencio de un mar tranquilo e inmenso.

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Noticias Cristianas: «Historias para amar al prójimo. VI Parte: Historia, n.º 10».

Historias para amar, páginas 105-108

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